Reporteros de nuestras vidas

Hace un par de años ya os hablé desde este blog sobre la moda de los selfies y la, por entonces, pujante moda del palo de los susodichos. La cosa, odio decíroslo, no ha ido a mejor desde entonces. Redes sociales como Instagram se han vuelto cada vez más influyentes y tengo la sensación de que hay gente que sale de casa solo para tener un motivo con el que actualizar su muro. O sus stories. Que visto de esa manera, incluso puede ser un factor positivo, ojo; como esos niños con agorafobia superándola gracias al Pokemon Go. La cuestión empieza a ponerse fea cuando el simple hecho de disfrutar de los sitios a donde vas – conciertos, bares, cines, etcétera – solo sean una excusa para actualizar tu cuenta y tengas a tus amigos siete horas preguntándote si ya pueden empezar ese plato al que aún le estás buscando el enfoque correcto.

No es la primera vez que me saltan las alarmas, pero hace unos días centellearon en mi mente más fuerte que nunca. Fue en un famoso spa andorrano al que acudí en compañía de mi coscupiela. Un lugar fantástico y relajante, siempre y cuando vayas a primera hora de la mañana. Cuando llegan las horas de los alérgicos al madrugón, todo empieza a ser más caótico, masificado y contrario a la relajación. El hecho es que es un sitio pensado para alejarte del mundanal ruido, dejarte llevar por los chorros cual galápago nómada y simplemente disfrutar. Pues allí, en medio del agua, un joven caminaba grácilmente con un solo brazo en alto, mojándose ligeramente para salvaguardar su objeto más preciado: su puto móvil.

De verdad, no me considero un tecnófobo, al fin y al cabo vivo de la tecnología. Y tampoco vengo aquí a haceros un ñiñiñí de libro y deciros: «Hay que vé la juventú cómo está con los móvileh le van a salí antenitah en loh ojoh». No. Cada cual es libre de disfrutar de sus cachivaches allá como le venga en gana, pero dejadme ese pequeño placer, ese gustito, de tener la libertad de criticar a la idiotez supina. Vamos a ver. Si uno va a un spa es para relajarse. Llevarte el móvil al agua significa dos cosas: una, que estarás más pendiente de que no se moje ni se pierda que de disfrutar de las burbujitas; y dos, que las fotos van a tener más importancia que tu propio bienestar físico y mental.

Y eso me hizo reflexionar. Porque este muchacho no era el único. Era el más gilipollas, eso sí: El único que no había cogido una fundita de plástico o tenía una cámara sumergible. Y allí que iba, con el brazo insumergible de Santa Teresa. Pero había más que no podían despegarse del telefonito ni por un par de horas justamente en un lugar hecho y diseñado para desconectar. La cuestión estaba precisamente en lo que iniciaba este post: las fotos. La necesidad imperiosa de tener un recuerdo de cada maldito segundo de cualquier cosa guay que hagas. Que está muy bien enseñar tus mejores fotos a tus amigos, yo también caigo en ello, no creáis; ¿pero es necesario publicar en directo todos nuestros pasos? ¿Ni tan siquiera un balneario se libra de esto? Así que llegué a la conclusión, entre burbujas de agua y pedos camuflados, de que en realidad somos reporteros de nuestras vidas.

Somos como el maldito paparazzi que persigue a los famosos instalados en nuestro propio cerebro. Tenemos la exclusiva constante de todo aquello que vivimos y tenemos que revelarlas al mundo entero para que nadie se pierda ni un sólo ápice de lo que estamos haciendo. Somos nuestra propia condena. Incluso los famosos han caído en esta vorágine de exhibicionismo y ellos mismos publican sus fotos en los yates de lujo sin ningún tipo de amor por la privacidad. Hasta hace nada se escondían todo lo que podían de los enormes objetivos de los fotógrafos. Ahora nuestras vidas, sí, las nuestras, las de seres anónimos, son un Lecturas o un Pronto, entregado de forma voluntaria y gratuita para disfrute de los fisgones. Y ni siquiera un balneario, ni un pueblo perdido sin cobertura, va a cambiar eso. Solo depende de nuestro eguito.

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