Los terrores del Delta (VIII): La búsqueda del Señor de los Mosquitos

En el anterior capítulo: [Los terrores del Delta (VII): El origen de los monstruos]

Antoni no paraba de charlar. No paraba. Todo aquello del silencio y la relajación cuando viajábamos hacia la casita del Chamán había quedado en el olvido. Ahora no paraba de hablar sobre la nada. Yo había desconectado y lo único que se oía en aquella noche cerrada era su voz. La oía como un murmullo, como el canto de un grillo solitario escondido en el bosque. Pero él seguía con su perorata sobre naciones, los tiempos pasados, el cambio climático y sus problemas maritales. No sé. Estaba todo entremezclado. Quizá también habló de la magia. Yo solo quería permanecer concentrado en la misión y miraba entre las hierbas silvestres algún atisbo de pista que me indicara el paradero del Señor de los Mosquitos.

Todo estaba en relativa calma. No pude contener los nervios y le mandé callar. Se ofendió un poco, aunque se dio cuenta en cuanto calló que algo no estaba en orden. El silencio era completo y no se oía ni un solo animal. La barca bailaba sola en el agua. Empezaba a hacer frío y quise ponerme una manta que Antoni tenía entre los asientos, justo detrás de mí. Al levantarla me llevé una desagradable sorpresa: Cristina. Se había escabullido entre nosotros y aún no sé cómo pudo apañárselas para esconderse entre los bártulos de Antoni.

— ¿Qué haces aquí? — le grité.
— ¡Nada! ¡Quería venir! — contestó, risueña.
— ¿Pero no ves que es peligroso? Espero que tu abuelo te haya colocado un buen conjuro de los suyos — dije.
— ¡No lo sabe! — Y rio de forma maléfica —. Él no me hubiera dejado venir. Además, no puede hacer conjuros protectores tan a menudo, eso le dejaría sin energía para seguir viviendo. ¡Pero la protección no me importa! Nunca he visto ningún monstruo ancestral. ¡Quiero verlo! El Señor de los Mosquitos… Debe de ser fascinante…
Fascinantísimo — dije, y resoplé —. Antoni, por favor, para la barca. Intentaré llegar a pie. Hazme el favor de llevar a esta niña a casa del Chamán. Ya me encargo yo de investigar al farsante de los mosquitos.

Antoni me miró y, sin mediar palabra, paró la barca en uno de los lados de la orilla, lejos de la caserna del supuesto monstruo. Aún no advertíamos la luz, pero no se fiaba. Me levanté y justo al poner un pie en la orilla, algo saltó sobre Antoni. Cristina soltó un grito terrorífico. Me giré rápidamente para intentar alcanzarlo y al agarrarle un pie resbalé, caí sobre la punta de la barca y me di un golpe en el mentón. Levanté la cabeza y vi como unos flamencos salvajes perseguían a la niña y otros picoteaban el cuerpo de Antoni. No supe reconocer si eran FAPs o flamencos esquizofrénicos, pero no tenía tiempo de pensar. Tenía que decidir si ayudar a Antoni o a Cristina en cuestión de segundos y la decisión fue difícil a la par que evidente. No podía dejar a esa niña sola. Ella revoloteaba los brazos y trataba de zafarse de un flamenco. Me llevé la mano a la cintura. Olvidaba que había dejado la pistola en la casa rural de buena mañana y no tenía ningún arma al alcance para solucionar el problema por la vía rápida.

Agarré a uno de los flamencos de las patas y lo lancé hacia el río. Otro flamenco trataba de picotear el cuello de Cristina, así que le solté una patada directa en las patas del animal. Al ser tan endebles se rompieron enseguida y el animal cayó lleno de dolor. Miré hacia el otro lado y vi como unos cinco flamencos agarraron a Antoni de sus ropajes y se lo llevaron en volandas en dirección al mar. Me quedé unos instantes mirando al cielo, asombrado al ver como desaparecía entre las brumas la silueta del barquero volando con esas aves. No me dio tiempo a recuperarme. Momentos después, un flamenco que había pasado inadvertido saltó sobre mí con el pico afilado y los ojos carmesí. No dejé que el terror se apoderara de mí y lo golpeé con todas mis fuerzas. Una y otra vez en el lomo. Con un brazo intentaba contener sus picotazos. Él picaba y picaba. Levantó sus alas para tratar de intimidarme con su tamaño. No lo consiguió. A la vez, lo golpeaba con el otro brazo y trataba de zafarme de sus patas que me agarraban y me arañaban la barriga. En un momento en el que el flamenco olvidó guardar su punto más débil, bajé mis golpes y ataqué directo a sus finas extremidades. Igual que el flamenco que atacaba a Cristina, su pata se rompió al instante. Soltó un graznido ensordecedor que debió oír todo el Delta. Aproveché, lo agarré del cuello y acabé en cuestión de milésimas con la vida del pobre animal. “No sé qué eres ni qué te ha pasado, pero eras tú o yo; y prefiero ser yo” — le dije.

Debía continuar mi camino, pero sin barquero y bajo el cuidado de una niña rebelde y pesada. Subimos a la barca de nuevo. Ella se mantenía callada, temerosa. Es posible que se sintiera culpable por lo que le había pasado a Antoni. Si ella no hubiera estado allí, yo habría podido ayudarle y quizá estaríamos en otra situación. Ya no se podía hacer nada y preferí no echarle la bronca. Al fin y al cabo era solo una niña. Una vez en la barca, traté de imitar los movimientos de Antoni con la percha. Empecé a dar vueltas sobre mí mismo, subido en la barca. Me sentía como un idiota. Por suerte, Cristina aún no se había calmado. De haber sido así, las carcajadas ya se estarían oyendo en Burgos. No llevaba ni veinticuatro horas allí y la situación me estaba superando. Ahora empezaba a entender a los vecinos. Pero mi deber era mayor. Debía encontrar al responsable de todo esto y hacerle pagar el precio de la justicia. Navegamos unos pocos metros más y divisé en la distancia una tenue luz que colgaba de unos maderos. Paré la embarcación, como pude, mientras me tambaleaba sobre ella y procuraba agarrar la percha con fuerza. Volví a girar sobre mí mismo y traté de mantener la compostura. Iba a ser mejor si parábamos la barca en la orilla e intentábamos acercarnos desde tierra firme. Así, además, podría esconder mejor a la niña en un lugar seguro.

Unos pasos más y ahí estaba. Pude ver a través de unos arbustos a un enjambre enorme de mosquitos que giraba sin parar y ensombrecía el suelo. Volteaban sobre sí mismos, hasta que empezaron a salir del foco y formaron poco a poco una gran silueta humana. Mis ojos no podían creer lo que veían. Tras unos minutos de revoloteo constante, pisaron tierra con lo que parecían ser unos pies humanos pero no eran más que miles y miles de mosquitos describiendo su forma. Todo el Señor de los Mosquitos era un solo enjambre multitudinario capaz de aparentar una figura humana. No podía ver bien sus movimientos pues aquella luz era muy débil y el aspecto de aquel ente era oscuro. Vi, sin embargo, como movía uno de sus brazos y señalaba un punto concreto de la geografía del Delta: mi posición.

Siguiente capítulo: [Los terrores del Delta (IX): La trampa]

3 Respuestas

  1. Patri O. dice:

    Uuh buen final de capítulo jaja cliffhanger de manual seguiremos al tanto!

  1. 06/04/2018

    […] En el anterior capítulo: [Los terrores del Delta (VIII): La búsqueda del Señor de los Mosquitos] […]

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