Comerse «la de la vergüenza»
Como bien sabréis de posts anteriores, en esta casa somos muy aficionados a las patatas bravas. Aún no hemos descifrado cual es el verdadero sabor y la auténtica receta de la salsa brava; pero allá donde vamos, las pedimos. Más crujientes o menos, suaves o picantes hasta desgajarte las amígdalas, recalentadas o hechas al momento, las hemos probado de todos los colores. Porque, sin duda, es la mejor tapa para compartir. Pero, ay amigo, ¿quién se come la última? Ese es el momento en el que la incomodidad toma presencia y se pone a prueba la fortaleza de vuestras relaciones sociales.
Porque la última patata brava – o el último chipirón, para el caso que nos ocupa es lo mismo – tiene su propio ritual. La manera de comportaros ante la llamada «de la vergüenza» dice mucho de los equilibrios de poder dentro de los grupos sociales. O en vuestra propia pareja. Quien se come la última es el que manda. Y si estáis enamorados, si el amor fluye de verdad, esa última patata se parte por la mitad. Con escuadra y cartabón, al milímetro, para que quede el trozo exacto y justo con la misma dimensión y volumen y ambos disfrutéis de ese último pedacito de placer tapil. Si lo lleváis al límite, podéis partir cada medio trozo en dos trozos más y así hasta el infinito. Así fue como se inventó el puré de patata, no digo más.
Pero las cosas pueden empezar a torcerse si de repente te comes la última pieza sin preguntar. Sin, en definitiva, vergüenza. Que es que solo piensas en ti, que es que ni siquiera me has preguntado, si es que ya no te importo, si ya no me quieres como antes. Que las discusiones más gordas empiezan por una nimiedad, pero el tema escala rápido cual guerra entre naciones. Algunas guerras han empezado por chorradas enormes y hay parejas que han terminado su relación por un calamar a la romana. Cosas que pasan.
Con más gente la cosa se pone aún más fea. Y más si no has sido capaz de aguantar la liturgia del último chipirón. Leedlo lentamente, con un tono grave y ominoso: la lituuurgia del úuultimo chipiróooón. La cosa funciona más o menos así: Hay que dejarlo ahí, en el plato, enfriándose y esperando el indulto, al menos durante cinco minutos. Aproximadamente. Por un momento, los comensales os miraréis con cara de circunstancias, haciendo ver que estáis pendientes de la conversación. La realidad es muy distinta, estáis pendientes de si alguien hace el ademán de comerse ese último trozo. Porque lo queréis vosotros. Lo habéis mirado antes. Ese chipirón es la diferencia entre quedarse con hambre o estar saciado por completo. Lo necesitas. Al final decides ser tú, abandonar la vergüenza y lanzarte hacia ese pobre animal frito. Pero oyes: «Bueno, si nadie se anima ya lo como yo, eh, no os preocupéis, JAJA, la de la vergüenza, ¿eh? ¡Pero como yo no tengo vergüenza!» Maldito hijo de puta.
La confianza da asco, como todo el mundo sabe, y al final solo puede quedar uno. No se puede partir un chipirón en ocho partes para que nadie se vaya descontento a casa. Por poderse se puede, pero qué guarrería, ¿no? Así que aceptas la derrota y que se lo coma otro. Qué le vas a hacer. No te viene de un trocito. El resquemor, eso sí, se queda ahí. Otro día serás tú quien olvidará la buena etiqueta y las formas, abandonará toda piedad y se dejará llevar por la falta de vergüenza. La última será tuya. Y tus amigos serán de otros.
Anda, qué ilusión haber caído otra vez en tu blog!
Te leía cuando eras muy jovencillo (y yo también) y te había perdido completamente la pista.
Creo que reconocería tu manera de escribir en cualquier parte : con lo del puré de patatas lloraba de risa.
No dejes de escribir nunca!!
Saludos,
Ana
¡Jo, muchas gracias! La ilusión es mía. ¡Me alegro de que recuerdes este humilde blog, tu comentario me anima muchísimo!
Un abrazo.