Un masaje con final feliz
Tiburcio entró como de costumbre en el Bar Vero; no solo por el ingenio del dueño del bar que constantemente decía a los nuevos clientes: «¿Lo cogéis? ¿Lo cogéis?» y servía todos los cafés con tijeras, sino porque allí podía encontrar a sus mejores amigos con los que disfrutaba de unas frenéticas partidas de dominó. Cada tarde se oían los clic clic de las piezas golpear en la mesa y los palillos de dientes zarandearse en las bocas de los habituales jubilados del lugar mientras soltaban algún improperio.
– ¡Hombre Tibur! Por fin llegas, ¡vaya cara, chacho! Cada día estás más muhtio.
– Ay, yo qué sé. La vida Eleuterio, la vida. Nos hacemos mayores.
– Enga ya, chaacho. No me seah cenizo, únete a la partía que tenemoh sitio.
– No sé, no me motiva. ¡Un agua Ambrosio, por favor!
– ¿Un agua Tibur? ¡Pero hombre! – saltaron todos los amigos, cada uno de ellos con un buen vaso de vino turbio bien lleno.
Los amigos de Tiburcio estaban consternados por el cambio que habían visto en los últimos meses, pero hoy venía especialmente jodido.
– Yo sé lo que te pasa, chacho. Necesitas una munhé que te dé de lo tuyo, JA JA JA – saltó Ermenegildo -. Desde que te dejó la Ataulfa no eres el mismo.
– Pueh yo tengo lo que necesitah tú – dijo Eleuterio -. Mira etto que me pasaron por wasá. Mira qué mozas, aquí tienes putas de lujo pa’ que te desfogues bien desfogao JA JA JA – rieron todos al unísono.
– No sé, eso é mu caro, no hé yo. No me da pa’ tanto la pensión.
– Pues qué sé yo, un masaje con final feliz de esos. Mira a vé en Gugle si hay alguno por aquí cerca, ponle el gepé ese. Mira, estos están baraticoh, dié euroh chacho.
Ante esa oferta y las ganas que aún le quedaban a Tiburcio de que le manosearan un poquito decidió lanzarse y fue al lugar donde ofrecían esos masajes con final feliz de los que tanto había oído hablar. Querría encontrar el lujo, el descanso y relax que proporcionaba una sesión donde una señorita ligerita de ropa le diera a Tibur lo que llevaba aguantándose tanto tiempo. Al ritmo que le ofrecía el bastón llegó a la casa donde ofrecían esos servicios. Le atendió una muchacha en bata, con medio hombro al descubierto y la cintura abrochada con poca fuerza. Tibur se encontraba más tenso de lo que había estado en su vida.
– Ven aquí, que te voy a quitar esos nudos, marinero, jiji – dijo la muchacha, Tiburcio no supo ni qué decir de los nervios y se dejó llevar.
Cinco segundos después estaba tumbado sobre la camilla, completamente desnudo. La muchacha le colocó una toalla sobre su culo para tapar sus vergüenzas y, por qué no decirlo, también sus almorranas. La chica se embadurnó las manos de aceite y se acercó a la espalda del jubilado para darle su masaje. Suavemente acariciaba su espalda con sus manos y masajeaba sus hombros con sumo cuidado. De repente la muchacha empezó a hablar: «Había una vez, en un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, una Caperucita Roja que viajaba con tres cerditos en busca de unas judías mágicas que les harían llegar al cielo». La cara de estupefacción de Tibur mientras recibía el masaje y el rollo de la chica era de foto, pero seguía relajándose notando en su entrepierna un cosquilleo que hacía años que no notaba sin necesidad de pastillitas azules.
La muchacha continuó removiendo los músculos del anciano arriba y abajo, constantemente, sin dejar ni un solo centímetro de la piel del hombro sin masajear. Tenía la espalda más manoseada que el culo de una concursante de Hombres, Mujeres, biceps y berzas; pero seguía sin recibir lo que él estaba esperando. La masajista, sin embargo, mantenía su retahila: «… Y así fue como llegaron al reino de Nunca Jamás cabalgando en un pony alado de color rosa. Caperucita dijo entonces: Lobito, lobito, ¿por qué me miras con esos ojos tan rojos? Y el lobo contestó: Porque me acabo de fumar un porro. El pony sonrió y contestó…» Tiburcio se empezaba a quedar dormido.
Tras media hora de masaje y chapa, la chica anunció: «Bien, ya hemos terminado» y la consternación de Tiburcio estaba presente en su boca abierta de par en par y sus ojos de cordero degollado. Media hora aguantando una historia que ni le va ni le viene y un masaje que ni fú ni fa, que tampoco era lo que venía buscando, que él esperaba otra cosa. Así que no se pudo cortar, se dio la vuelta apartando la toalla y le dijo:
– ¡Oiga! ¿Y mi final feliz? ¡Lo que quería era eso!
– Ah, sí. Disculpe. Y fueron felices y comieron perdices. Buenas tardes.
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