Mejores inventos de la historia (I): El lavavajillas
Me gusta el olor a nueva sección por la mañana. Una sección donde hablar de los mejores inventos de la historia, una sección donde poder explayarme con los cinco sentidos en una carta de amor hecha post a aquellos aparatos que hacen nuestra vida – o la mía, más concretamente – más feliz. Y tiene bemoles, que a estas alturas, casi recién cumplidos los 40, descubra en toda su extensión el mejor electrodoméstico que se haya podido inventar – hasta que alguien descubra como hacer un robot capaz de planchar, doblar y ordenar la ropa automáticamente en el armario -: el lavavajillas.
Nunca había tenido lavavajillas en casa. Mi madre considera que tarda más tiempo poniendo y quitando los platos de dentro del electrodoméstico que lo que tarda en fregar – podría ir a un concurso de fregar platos e igual ganaba, muchas navidades de experiencia – y mi padre es de la vieja escuela y le dices que friegue los platos e igual te los tira al suelo y les pasa el mocho. Luego al emanciparme, hasta hace relativamente poco vivía de alquiler y comprar cualquier cosa para el piso en mi mente solo rebotaba un pensamiento: «Ojo, en el futuuuuro habrá una mudaaaanza» – con eco de ultratumba. ¿Y quién no le teme a una mudanza? Cuando se acerca una los teléfonos de todos tus amigos dejan de funcionar, imaginad el drama. No puedes quedar con nadie, te quedas solo.
Además, en casa como mucho éramos dos. Nunca solía haber demasiados platos para recoger. Solo en el caso en el que te pusieras en plan másterchef e hicieras una cena romántica de picoteo para dos a la que en realidad podías invitar a todo el edificio y sobraba. Entonces sí, igual el tiempo dedicado a fregar era demasiado extenso. Pero sino, tampoco pasaba de los diez minutos que durase un vídeo estándar de Youtube o un trocito de podcast o la mitad de un audio de esa amiga tuya del Whatsapp que no sabe sintetizar.
Pero, ah, llegó la niña. Y con ella los platos elaborados, los biberones, los cubiertos extra, los vasos que ensucia o rompe, más platos, más vasos, más cosas. Que dices, somos 3, dos y un moco y no sabes de donde salen tantos cubiertos. Y entonces haces los cumpleaños con toda la familia, y las navidades se celebran en tu casa y te planteas por un segundo, o incluso dos, lo de comprar una vajilla completa en la teletienda en un arrebato consumista. «Sí, mira, esa viene con cubiertos de pescado» Y la compras, porque da igual que el cubierto de pescado no lo vayas a usar jamás porque no sabes como se usa. Necesitas todo eso, no te da y la montaña del fregado va subiendo y se transforma y te habla de usted. «Oiga, friégueme, que se me pegan las cerámicas al sobaquillo». Y no te da la vida. Y te vas a Electrodomésticos Cipote que lo puso así por sus hijos Cibrán, Poncio y Teresa y no le dio tres vueltas al tema; y te compras el primer lavavajillas que encuentras, porque cualquiera te vale, solo quieres descansar.
Y descansas. Qué gozada. No va la máquina y le pones todos los platos así colocaditos uno delante del otro, y sus cubiertos y sus vasos y su canesú, y no va y lo limpia todo. Hasta lo deja brillante. Descubres que existen cosas como el abrillantador y las sales. También descubres que baratas no son las pastillitas de jabón que tienen de todo y hasta parecen chucherías. De verdad hay que hacer algo con los productos de limpieza que parecen alimentos. Que un día casi le doy a mi hija el gel de baño y me ducho con un Dan’Up. Total, que se abre un mundo nuevo ante ti donde no existen los podcasts ni los audios interminables. Ahora puedes recoger todos los platos y sentarte a esperar. Ojalá exista el paraíso para que pongan a quien inventó este electrodoméstico y lo tengan allí todo el día con su pai pai y su hamaca dándole horchata fresca todo el día. Se hacen demasiadas estatuas a militares y políticos y muy pocas a inventores de utensilios cotidianos, de verdad.
Pero hay que tener en cuenta una cosa. No se puede meter todo en el lavavajillas. Es mágico, pero hasta cierto punto. Que yo los primeros días lo quería meter todo. Sartenes, cafetera, tazas personalizadas… Y bueno. He tenido que renovar algunos utensilios de cocina. Huelga decir que lo necesitaban, pero bueno, la pobre cafetera no parecía ni ella. Si hubiera tenido ojos me habría mirado con cara de «tú eres imbécil o qué te pasa», pero como no podía hablar ni hacer gestos se fue a la basura y arreando.
Y por otro lado tengo una taza que me regalaron mis amigos cuando cumplí los 30, o sea ya tiene diez años (pausa para llorar), que contiene un estampado con una foto que nos hicimos todos juntos tras la consecución del Mundial de fútbol masculino de 2010. El tema es que la he tenido que dejar de meter en el lavavajillas porque la foto ya empieza a parecer que Marty McFly ha viajado a Fuentealbilla en el 1984 y se está ligando a la madre de Iniesta. Así que las tazas personalizadas con fotos tampoco son recomendables de meter en el lavavajillas. Porque le tengo cariño a la taza, que si no ya se podía quedar blanca que no la friego yo a mano ni que cambie el palmarés entero del Barça de los últimos cincuenta años.
Pero a pesar de sus cosillas, de verdad, qué maravilla. Si no tenéis, comprad uno. Si no tenéis hueco, colgadlo del techo. Lo que sea, yo ya no sabría vivir sin él. Bueno, sabría, pero estaría más triste, no cabe duda. Qué inventazo, señoras y señores, el lavavajillas. Ay.