Los libros de texto


Mañana niños y mayores volverán a ese lugar llamado escuela a rehacer su rutina habitual. Es el rito de cada 15 de Septiembre. Después de unas vacaciones largas, más para los padres que para los niños, es momento de volver al colegio para martirizar a esos incautos profesores que pretenden enseñar a la manada. Para facilitar la tarea a los maestros se crearon los magníficos libros de texto, así no se tendrían que saber la lección. Así les podrían decir los niños: «No sabes hacer el ejercicio, ¡teniendo el cuaderno de soluciones yo también sabría!» Los niños son más listos que el hambre.


Los libros de texto era aquello que cuando tus padres compraban cuando eras pequeño, veías como unos papeles repletos de información que se suponía que en un año debías saber. Mirarlos por encima aumentaban tus niveles de tensión y espanto. A tus padres también les aumentaba todo eso al ver el precio. Por esa razón, muchos decidían reciclar libros de alumnos de antiguos años para evitar esos altos costes. Esto era celebrado por la chavalería: «¡Bien, los ejercicios ya vienen hechos! ¡No tendré que hacer deberes!» Otra cosa es que estuvieran bien hechos. Que veías a la profe en clase: «A ver Manolito, 50×68, ¿cuánto te ha dado?» Y Manolito: «Pues a mí me ha salido un dibujo del Son Goku, señorita»


Porque claro, una cosa es tener los deberes hechos y otra tener los libros de un aspirante a dibujante de cómics. Los libros reciclados tenían eso, ya venían con los dibujitos de serie y no tenías que hacerlos tú, con la consecuente faena que te ahorrabas también. Eso tenía un valor extra, así estabas atento en clase, ¡no quedaban márgenes del libro por pintar! Además ya venían hasta los chistes básicos de los críos hechos. En los libros de historia aparecía el típico cuadro de un rey antiguo con su bigote postizo bien pintadito, su moco colgando o sus huevos peludos colganderos. Los niños no se cortan un pelo. Nunca mejor dicho.


El problema más gordo de los libros de texto era su transporte. Los profes tenían la extraña manía de no decir qué horario harías hasta el primer día. Y como no sabías qué libros tenías que llevar, los llevabas todos en la mochila. Llevabas tantos en la espalda que las mochilas eran más grandes que los niños, parecía que fueran a la guerra. «Vamos niño, ponte el macuto de la mili de tu hermano para llevarlos» Y no les daban el fusil porque ya se sabe como son los críos en la escuela con las peleas. Que si te espero a las doce, que si te hacemos un barullo, que si un pelotón de fusilamiento… Ya se sabe, estos críos. Lo peor de todo, es que como el primer día fuese uno de lluvia, las madres ponían la mochila debajo del chubasquero y no sabías si ibas al cole o a una convención de gente que echaron del casting del Jorobado de Notre-Damme.



Pero los libros de texto no se podían llevar de cualquier manera al colegio. Los niños podrían cargárselos en un abrir y cerrar de ojos. Para ello se usaba el mítico forraje de libros. Se llevaba a la tienda, te sacaban el sable, esto… Te cobraban un dineral y te ponían un plastiquete transparente por encima del libro para evitar daños externos. Era el condón libril. Que algunos niños ya creciditos se lo pedían a la librera: «¿Por favor, me puede forrar la pilila que mi mamá no me da dinero para comprar preservativos?» Y la librera, si le pagan, pues oye, ella forra lo que haga falta.


Lo que pasa es que algunos no se querían gastar el dineral que costaba forrar los libros y se compraban el forro y se encargaban ellos mismos del trabajo. Habían madres y padres con mucha habilidad, pero no todos eran así. Alguna puso forros polares en los libros y no había manera de saber a simple vista si era el de caste, el de socis o el de natus. Porque todo tenía diminutivo, eso sí, todos los libros iban bien abrigaditos, frío no pasarían. Otras todavía menos hábiles se pasaban de forraje y dejaban los libros con forro-bolsa. Dentro del forro se podían poner los bolis, los plastidecor y hasta el transportador de ángulos. Ese mito que merece un post aparte. También a algunos libros les quedaban unas burbujitas de ese poco de forro extra que sobraba. Lo mejor era intentar devolverlas a su estado natural y alisar el forro, quitabas la burbuja del sitio, y aparecía más abajo, y así sucesivamente. Al del forro en la pilila también le pasó algo parecido, pero mejor no queráis saber por qué y cómo le pasó… No es apto para según qué edades.


Aún así, los libros aguantaban a duras penas el transcurso del curso escolar. Los libros aún inmaculados sufrirían de dibujos, cenefas y lanzamientos por la ventana y llegarían a manos de incautos estudiantes de próximo año que contestarían sin dudar que descubrió América un hombre con pelos en las orejas, un parche en el ojo y una picha que llegaba a las rodillas. Lo que se aprende en la escuela…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.