Los terrores del Delta (III): El pescador
En el anterior capítulo… [Los terrores del Delta (II): El antihistamínico]
Tras el séptimo picotazo de la boticaria-flamenco, conseguí zafarme de sus ataques. Me había asaltado hasta hacerme caer al suelo. Había sido incapaz de verla venir porque jamás habría imaginado que una señora afable se convertiría en un ave endemoniada; pero una vez recuperado, tras los primeros momentos de asombro, conseguí poner en marcha todos mis mecanismos de defensa. Rodé por el suelo hacia el costado izquierdo y esquivé tres o cuatro acometidas. Mi espalda topó con el mostrador de la farmacia y, mientras la flamenca trataba de reponerse de un picotazo fallido contra el suelo, me impulsé con los pies hacia el otro lado de la estancia. El suelo resbalaba un poco. Eso me permitió alcanzar la puerta de salida de un solo impulso. Me levanté rápido y hui.
Giré la cabeza para ver el interior de la farmacia y vi como la boticaria-flamenco golpeaba con su pico el cristal del mostrador. Tras el impacto, cayó al suelo desmayada. No quise saber más y corrí lo más rápido que pude. Mi aspecto era lamentable. Tenía las manos arañadas, la ropa me caía a jirones de uno de los brazos y mi rostro era la viva imagen de un volcán en erupción. Aún me hervía el picor, pero pasaría una buena temporada antes de que alguien me viera pisar una farmacia de nuevo.
Una mujer mayor se me acercó con ganas de ayudarme. Mi primer gesto fue defensivo, pues temía que su piel se descamara al rosado de un momento a otro. La realidad fue muy distinta, pero algo humillante. Me dio veinte céntimos en la mano y me agarró el brazo bien fuerte. Acercó su boca a mi oreja y me susurró al oído: “No te lo gastes en vino. Y búscate un trabajo, zarrapastroso”. Me quedé de pie, impertérrito, en medio de la acera, mirando la moneda de veinte céntimos posada en la palma de mi mano. Y le hablé. A la moneda.
— ¿Tú entiendes algo? — Le dije y sentí un sudor frío al imaginar que pudiera contestarme.
Por fortuna, la moneda permaneció en silencio. El surrealismo aún no había llegado a mi vida. No del todo. Volví a arrancar el paso mientras trataba de encontrar explicación lógica a los sucesos que había padecido en mis propias carnes. Algo no cuadraba. ¿Y si la boticaria había impregnado el aire de la farmacia de algún tipo de droga y al ir a buscar el medicamento se disfrazó? ¿Pero por qué haría eso? ¿Sería una broma de mal gusto? ¿Le gustaba perder clientes así porque sí? Además, no guardaba ningún tipo de relación con los mosquitos. Aunque, dicho sea de paso, que te pique un enjambre de bichos en el Delta no es nada extraordinario de por sí. Mis pensamientos se entrelazaban y sin darme cuenta alcancé el puerto.
Cuando llegué allí, caí en la cuenta de que había dejado el coche a la altura de la farmacia. Qué le iba a hacer, no estaba para perder el tiempo tras un encontronazo de aquel calibre. A unos metros de mi posición, vi a un hombre atando un barco pesquero pequeño a un amarre. Le di los buenos días con toda la confianza del mundo.
— ¡No tengo monedas ahora! — me gritó y siguió a lo suyo.
— No, perdone — sonreí —. Soy un agente especial de la policía. — Metí la mano en el pantalón y saqué la placa.
— ¡Albricias! ¡¡No lo sabía!! ¡Disculpa! Pero es que con esas pintas… — Estaba a metro y medio del hombre, pero me chillaba como si estuviese en Burgos.
— Estoy investigando los acontecimientos extraños que están sucediendo por todo el Delta del Ebro y nada más llegar he sufrido un par que todavía estoy tratando de asimilar.
— Es que tiene usted la cara hecha un auténtico cromo. ¿Mosquitos, verdad? — Me contestó y le dije que sí asintiendo con la cabeza —. Ya he oído hablar de las razias de estos insectos. He escuchado de todo. Hay animales pacíficos que se están volviendo locos. Algunos atacan por las noches, otros de día… Y han desaparecido algunas personas. Yo estoy preparando mi embarcación por si tengo que huir rápido. Creo que por mar será lo mejor.
— ¿Y ha tenido algún encuentro fortuito con alguno de estos animales o ha sufrido algo usted mismo? — le inquirí.
— No. Ataques, no. Pero me he fijado en el agua. Y esto me preocupa mucho.
Se agachó, metió la mano en el mar y, al sacarla, el agua se escurrió de entre sus dedos, pero un poso de sal enorme quedó empastado en su palma.
— ¡¿Tú crees que esto es normal?! No he visto el mar tan salado en mi vida. ¡No vamos a poder pescar ni una maldita lubina si esto sigue así! ¡Demasiada sal! ¡¡Demasiada!! — dijo el pescador.
Miré su mano asombrado. Como si no tuviera suficientes piezas en el puzle, una más para la colección. Flamencos mutantes, mosquitos desbocados, desapariciones y una bahía a punto de convertirse en el Mar Muerto. Debería de haber pedido refuerzos.
Siguiente capítulo: [Los terrores del Delta (IV): La niña]
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