Los terrores del Delta (II): El antihistamínico
En el episodio anterior… [Los terrores del Delta (I): El misterio]
Así me desperté por la mañana: envuelto en un escozor inimaginable por sobredosis de histamina. Siempre había venido preparado al Delta para las ofensivas maliciosas de los mosquitos, pero no había visto nunca nada parecido. Por más antimosquitos que me hubiese echado por todo el cuerpo, no habría podido evitar ni la mitad de las picaduras. Por suerte, la recepcionista no sufrió daño alguno, pudo llamar a un médico y me dieron medicación. El problema es que el antihistamínico empezaba a dejar de hacer efecto y sentía que mi cara ardía por dentro como si me hubiera tragado un kilo de wasabi.
Tenía que atar cabos de alguna manera. Por un lado, teníamos las quejas vecinales que me habían hecho venir hasta aquí; por el otro, las visiones borrosas de flamencos salvajes; y para acabar de sazonar el plato del misterio, mi incidente lamentable con un enjambre de mosquitos preciso como ninguno. Debía seguir investigando. Convenía que saliese de la casa rural y fuese a trabajar a pesar de que mi cara parecía la de un hámster atiborrado de anabolizantes. Y como en Poble Nou no había ninguna farmacia, no tenía más opción que marchar camino de Sant Carles.
Subí al coche y conduje hasta allí. Todo parecía estar en su sitio. Las pequeñas marismas que quedaban a mi derecha seguían manteniendo ese aire a tranquilidad y relax del que siempre habían hecho gala. El paisaje característico del Delta permanecía impávido ante los problemas vecinales y el horizonte parecía no tener fin entre tanta llanura. Las montañas del Montsià, al otro lado, se elevaban dando ese toque de contraste que hacía tan hermoso el aspecto de Sant Carles al llegar desde Poblenou. Y el mar, a mi izquierda, yacía en calma total, aprovechando ese dique natural llamado Playa del Trabucador. La sensación de paz y sosiego era completa, pero a menudo la interrumpía un picor terrible en cualquier parte de mi cuerpo.
Encontré la farmacia minutos después, no tenía pérdida. Allí esperaba comprar el dichoso antihistamínico. Sant Carles, al contrario que Poblenou, tenía un aspecto de ciudad acostumbrada al turista. Permanecía apartada de las vicisitudes que estaban sufriendo en el interior del Delta, así que traté de relajarme un poco. La farmacia la regentaba una mujer mayor, de unos sesenta años, a punto de cumplir la edad de jubilación. Se la veía ágil, aunque algo oronda. Llevaba gafas atadas a una cuerda que hacía las veces de collar y su cara la dominaba un enorme y espantoso lunar con pelo que no podía dejar de mirar.
— Buenos días — dije, mientras su lunar me saludaba lanzando un pelillo al aire.
— Buenos días, joven — contestó ella —. ¿Qué le trae por aquí?
— Necesitaría este antihistamínico urgentemente — estiré la mano y le acerqué la receta —, mis ronchas creo que deben de darle una pista de lo que me ha sucedido. — Y me rasqué la barbilla de forma muy intensa.
— No hace falta que lo jure. Está usted hecho un cromo. De bollicao, por supuesto — añadió, guiñó un ojo y provocó un escalofrío en mi cuerpo y un estremecimiento en la Fuerza, todo a la vez —. Ahora mismo te lo traigo.
Tal cual empezó a caminar, los pelos de su enorme mancha facial bailaron al son de las pequeñas corrientes de aire del local. Aparté la mirada y giré la cabeza para observar a los transeúntes. No había ni un alma paseando por el pueblo. Solo el viento frío hacía acto de presencia por debajo de la puerta. La boticaria empezó a tardar demasiado. ¿Qué estaría haciendo? No parecía tan difícil encontrar un maldito antihistamínico. El picor empezaba a ponerme nervioso y los nervios empezaban a generarme más prurito, creando a su vez una espiral de escozor horrible. Necesitaba la medicina como el comer.
Por fin apareció tras las cortinas del almacén. Se asomó de nuevo al mostrador, pero algo en su mirada no me gustó. Había cambiado. No parecía una señora afable dispuesta a ayudarme, ahora quien hablaba era el lunar. Los pelillos traviesos empezaron a formar una boca y me chillaron: “¡No eres bienvenido, aléjate del Delta! ¡No hay antihistamínicos para ti! ¡No te los mereces, forastero! ¡Vienes a perturbar la calma del lugar! ¡¡Fuera!!” Y pegué un brinco hacia atrás del susto. Debían de ser alucinaciones. Las picaduras me estaban afectando y el asco que le tenía al manchurrón era más fuerte que yo. La boticaria hablaba al unísono y sus palabras eran similares.
— No nos quedan medicinas. No para usted. No para los foraspruschufsf chaf chuf — balbuceó.
— ¿Perdón? No la entiendo bien — contesté y mi pie derecho empezó a apuntar hacia la puerta por puro instinto de supervivencia.
— Que le digo que fras chus pruf plan plafgrachifpufffpuf. ¡¡¡¡Grrasshcipruuuufff!!!! — gritó y a la vez su piel empezó a mutar al rosa.
De sus uñas empezaron a salir plumas. Sus ojos cambiaron de color siete veces. Giraron como una máquina tragaperras hasta que se quedaron en el carmesí. Solo faltó el clinc clinc de la victoria. Su piel se descamó y su nariz se alargó hasta formar un pico negro de un palmo. Creía que algo estaba funcionando mal en mi cabeza. No podía ser lo que estaba viendo, pero supe que era ella, la boticaria, por la maldita mancha peluda. Y se abalanzó sobre mí. Algo me decía, tras dos ataques seguidos, sumido en mi estupefacción, que no era bien recibido en aquel lugar y algo o alguien quería despejarme de la ecuación de este misterio. Y la señora me soltó un picotazo.
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[…] Lo que te decía, ¿tienes coche o no? — Sí, está aparcado cerca de la farmacia donde me atacó la boticaria flamenca. — Oh, no. Has tenido contacto con un FAP. — ¿Un FAP? — Un Flamenco Anti-Persona — me […]
[…] En cualquier momento nos atraparía y no teníamos ni idea de lo que haría con nosotros. No había antihistamínico en el mundo para superar una segunda picadura del Señor de los Mosquitos. Cristina me buscaba con […]