Los terrores del Delta (VI): El Chamán de las Acequias
En el anterior capítulo: [Los terrores del Delta (V): El despertar de la magia]
La nota que Cristina me dio decía: “Allá en la encrucijada de los tres caminos toma el tercero mirando a poniente. Con el último rayo de Sol del crepúsculo, un sendero de piedras se abrirá. Bajo el agua una luz, bajo el cielo un lugar”. Miré a la niña con cara de cornero degollado.
— Si no te aclaras siempre puedes usar el GPS. Estas son las coordenadas — dijo, y me entregó otro papelito.
Mucho mejor. O eso creía yo. Es posible que hubiera dado menos vueltas de haber usado las indicaciones tolkienianas. El GPS nos metió en un camino privado y casi terminamos dentro de una acequia. Nos hubieran utilizado para regar los campos. Con los pocos nutrientes que yo llevo, qué desperdicio. Dimos tres o cuatro rodeos y empecé a poner nombres a los árboles. Ya empezaba a haber confianza con ellos. Acabamos en un camino de tierra que el GPS no tenía incorporado y pasamos un buen rato escuchando el ominoso mensaje: “Recalculando el recorrido”. La noche cayó y aún no habíamos encontrado la bendita guarida del Chamán de las Acequias. Mi cara aún me picaba, de alguna manera me había acostumbrado al escozor. Mientras tanto, la niña se entretenía mirando vídeos de la granizada en el Youtube de mi móvil.
— Mira, ¡eres famoso! — Comentó.
— Pero qué dices, no me despistes que estoy tratando de guiarme con este aparato. No debemos de estar lejos ya.
— ¡Que sí! ¡Mira! Ahí sales tú, oh, mi héroe. Esquivando granizos como un slalom de esquí alpino. Qué salero. — insistió Cristina mientras acercaba el móvil a mi nariz.
— ¡Para! Joder. Ya llevamos demasiado retraso y este lugar me da escalofríos de noche. Y más tras los últimos percances. Y me pica la cara. Estoy hasta los… Oye, ¿pero tú de verdad no te sabes el camino?
— ¿Yo? Pues claro que lo sé. De memoria. Pero me hace mucha gracia veros a los turistas perderos por estas tierras con los GPS desactualizados. — Rio, socarrona, disfrutando de su momento.
Los frenos de mi coche chirriaron con fuerza y retumbaron en el silencio nocturno del Delta. Desde fuera es posible que no se escuchara ni un solo ruido, pero dentro del automóvil me cagaba en todas las cosas sagradas que existían en el planeta. Cristina reía a carcajada limpia con el móvil en una mano. La otra me señalaba el camino correcto que teníamos que recorrer para llegar, por fin, a la guarida del Chamán de las Acequias. Tras unos minutos de conducción en silencio llegamos a la orilla de una marisma. Allí donde se elevaba la tierra había una pequeña casa de pescadores. Para llegar a ella tenía que coger una barquita, pues estaba rodeada de agua. Un lugar poco adecuado para vivir si el calentamiento global seguía su curso.
Cristina y yo bajamos del coche. Me dijo que debíamos subir a una de las barcas que había en la orilla. Me acerqué a una y vi que no tenía remos. La niña chapoteaba en la hierba mojada que rodeaba la marisma y llamó la atención de alguien. Una voz nos gritó desde atrás: “Cheééé, quietos ahí” — nos dijeron, en perfecto catalán. Me giré y vi un hombre de mediana edad, anchote y fuerte, con un sombrero de paja en la cabeza y camisa desabrochada hasta el ombligo. Con el frío que hacía. Llevaba un pequeño trozo de paja en la comisura del labio que se quitó con una mano para volverme a hablar.
— Por aquí no se puede pasar — me dijo.
— Venimos a hablar con el Chamán de las Acequias. ¿Le conoce?
— Oh, y tanto que lo conozco — me contestó en castellano, con profundo acento catalán, usando expresiones traducidas literalmente —. Soy su pescador, soy su vigilante; trabajo para él, vamos. Mi nombre es Antoni.
— Ah, fantástico, yo me llamo Andrés Ortega. Soy policía. ¿Me podría llevar hasta la pequeña isla? Necesito hablar con él de temas muy importantes. He visto las barcas, pero no sé cómo manejarme con ellas. No veo ni un remo por aquí.
— Ay, pero si está aquí mi querida Cristinita… No te había visto, estás hecha una doneta, eh. ¿Qué haces por aquí a estas horas? — Dijo a la niña, ignorándome por completo.
— Aquí, ya ves, acompañando a este agente que viene a rescatarnos de nuestros males. — Respondió, más formal que nunca.
— A veure si es veritat — contestó dejando escapar el catalán —. No hay problema. Yo os llevo. Para empezar: aquí no se navega con remos. Esto son barcas de perchar. Sirven para navegar por aguas poco profundas — explicó el pescador —. Entrad con mucha cautela, sentaos y relajaos.
Nos subimos a la barca con cuidado de no volcar, aunque lo que estaba a punto de dar un vuelco era mi estómago. El pescador se puso de pie en la barca, mientras me sentaba, y cogió un enorme palo con dos pinchos en una de las puntas. Eso era la percha. Colocó la parte puntiaguda en el fondo del agua, a su espalda, en sentido contrario al que queríamos ir. Empujó el palo hacia el interior, soltándolo y agarrándolo sucesivamente hasta llegar a la punta contraria. Y empezamos a avanzar. Era una forma muy llamativa de navegar y a su vez muy útil en aquel terreno.
La luz solar se había ausentado del todo y la noche era ya la protagonista. En la barca había colocado un pequeño farolillo que iluminaba el agua de forma muy tenue. El balanceo me relajaba a la par que agradecía haber hecho la digestión varias horas antes. Los chapoteos leves de los peces y los graznidos mortecinos de algunas aves eran la banda sonora del camino. Antoni, el pescador, no abría la boca, como si él también estuviera agradeciendo ese silencio placentero que solo dan los parajes naturales y la ausencia de vídeos de Youtube por falta de cobertura 3G. La niña también estaba callada, por fortuna.
Llegamos al margen de la pequeña isleta instantes después. El Chamán estaba fuera de su caseta. Se acercó y me ofreció la mano para que pudiese salir de la barca. Era alto, muy alto, aunque encorvaba mucho el cuerpo. Podría decirse que medía unos dos metros. Llevaba una barba blanca descuidada y lucía una túnica adornada con estrellas que brillaban con sutileza reflejando los pocos destellos de luz que quedaban. Calzaba unas chanclas de piñas tropicales última moda del — a ojo de buen cubero — número cincuenta. Se podría decir que era un tipo peculiar. Sus gafas con forma de flamenco terminaban de acentuar su aspecto excéntrico. Antoni también bajó de la barca y la dejó atada a una pequeña estaca. La niña saltó con gracejo. Sin abrir la boca, el Chamán de las Acequias nos indicó con la mano el camino a su diminuta morada.
Siguiente capítulo: [Los terrores del Delta (VII): El origen de los monstruos]
Muy bueno como siempre Morri, continúa asi
¡Muchas gracias!
Ay pero qué cachitos tan pequeños nos pones, me he leido varios de una tacada y al llegar al final de este ha sido una de «¿¿¿ya???» jajaja
Esperando a leer la continuación ^^
Gracias Patri! Yo hago lo contrario que Netflix, sorbito a sorbito. El viernes, más.