Los terrores del Delta (IV): La niña
En el anterior capítulo: [Los terrores del Delta (III): El pescador]
Antes de volver a mis investigaciones, decidí comer un poco y disfrutar de la gastronomía del Delta. Tenía el capricho de un arrocito o alguna tapa de pescado. Me lo merecía. Había sufrido mucho desde que llegué y los picores aún machacaban mi maltrecho rostro. Así que fui a un restaurante que ya conocía donde hacían un menú diario baratito y de buena calidad. ¡Menudo arroz a banda me metí entre pecho y espalda! El postre fue aún mejor: menjar blanc. Era una crema deliciosa hecha a base de almidón de arroz, azúcar y otros ingredientes misteriosos y cada cucharada era un destello de mis sentidos.
Desde este restaurante podía ver una de las carreteras principales del pueblo. Estaba cerquita del puerto, lejos de mi coche que estaba aparcado en la zona de la farmacia maldita. De pronto, vi como unas pequeñas bolas blancas empezaban a caer del cielo. “Está granizando” — pensé. Al menos la Ley de Murphy no me había alcanzado en la calle. Y viendo el panorama lo mejor era esperar a ver si la tormenta amainaba. No era época de granizadas, pero tampoco era época de flamencos zombis; así que no me iba a poner quisquilloso. De repente, el granizo empezó a caer con más fuerza. BOM, BOM, hacía en el suelo. Un sonido ensordecedor. Y cada vez, bolas más grandes. Dentro del restaurante nos mirábamos entre nosotros, alucinando. Alguno sacó su teléfono móvil para grabar el espectáculo. Las bolas iban creciendo en tamaño y empezamos a asustarnos. Eso no era granizo normal.
A lo lejos pasaba un coche. Un pobre desgraciado inconsciente que circulaba por las calles con ese tiempo infernal. Dos segundos después de pensar eso, una de las bolas cayó sobre el capó y lo destrozó. Gritos de espanto envolvieron el restaurante. Algunos corrieron a la cocina a esconderse, mientras yo seguía delante del ventanal observando el fenómeno tratando de entender qué estaba pasando allí. Alguien gritó detrás de otra de las ventanas. Raudo, fui a asomarme al otro lado del restaurante y vi que una niña pequeña de unos seis o siete años estaba sola e impertérrita en medio de la calle. Su pelo largo y negro no se movía un ápice a pesar de tener granizos de metro y medio cayendo a su alrededor.
No lo pensé dos veces. Abrí la puerta del restaurante y POM. Una bola gigante cayó a dos centímetros de la punta de mi pie. Perdí la noción del miedo y del tiempo y la esquivé. Di cuatro zancadas hacia mi derecha y me planté en medio de la calle. ¿Dónde estaba la niña? La había perdido de vista por un momento, me giré y allí seguía: quieta como una estaca incrustada en el cemento. Alguno desde el bar me gritaba loco, me pedían a voces que volviera; pero que no me olvidara de la niña. La alcancé, la agarré con una sola mano por la cintura y me la colgué al hombro, como un saco de patatas. Corrimos esquivando todos los súper-granizos que nos asaltaban como una lluvia de meteoritos y llegamos sanos y salvos a la puerta del restaurante. Los espectadores rompieron en aplausos.
Tras unos segundos más de frenesí destructivo, el cielo se despejó y volvió una aparente normalidad. Dejé a la niña en el suelo, me miró y me dijo: “Has superado la prueba”. Y salió corriendo hasta que la perdí de vista. Mi cara debía de ser un auténtico poema en rima asonante. ¿Quién era aquella niña y por qué hablaba de superar algún tipo de examen? ¿Acaso la granizada era una prueba extraña del Grand Prix de Ramón García y yo la había confundido con un fenómeno meteorológico? ¿Tenía la niña algo que ver con los acontecimientos paranormales? Mi cabeza estaba a punto de explotar. Y no solo por el picor.
Tenía otra incógnita que solucionar, ¿qué había sido la tormenta que acababa de presenciar? Sin duda, nunca había visto una precipitación de ese tipo. Me acerqué a una de las bolas — la que por poco me convierte mi extremidad inferior en un frigopie — y la toqué con los dedos. La superficie se deshizo un poco. Una pequeña porción del granizo se me quedó pegada a los dedos y la lamí. “Sal” — pensé. “Más sal”. Lo poco que sabía de meteorología no me permitía explicar que la sal pudiese llegar a elevarse hacia las nubes y caer en forma de precipitación salvaje, pero era lo que estaba viendo. Bolas enormes de sal habían caído sobre el pueblo destruyendo lo que se les cruzara en el camino. Tenía que encontrar a alguien que supiera darme una explicación a todo esto.
Al otro lado de la acera, enfrente del restaurante, la niña apareció de nuevo. Estaba haciendo un ademán con la mano en señal de llamada. Quería que la acompañara. ¿Pero para qué?
Siguiente capítulo: [Los terrores del Delta (V): El despertar de la magia]
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