Historias para contar: La flauta del hijo del vecino

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Era una tarde lluviosa y ventosa. Era el temporal con el que nos machacaban en los noticiarios con imágenes apocalípticas del diluvio universal llegando al levante español. Era la excusa perfecta para quedarse en casa resguardadito del frío. Una tarde perfecta para que una chica cuqui de Instagram invocara al Dios de la pereza con las palabras mágicas «sofá, peli y mantita». Yo decidí relajarme un poco navegando por las procelosas aguas de Internet. Un día pésimo, malas noticias por doquier que parecen anunciar una nueva Guerra Mundial. La lluvia, el tiempo oscuro y los tuits desagradables hacen la tarde muy desapacible. Pero un ruido extraño y sibilino se cuela por mi oído haciendo todo lo demás banal. Qué más da si hay una Guerra Mundial si el maldito hijo del vecino está ensayando una tocata del averno con su maldita flauta.

Al principio no le quise hacer mucho caso. Qué importa si no sabe tocar ni una nota bien. Pobrecito. Está aprendiendo. El sonido era como de una flauta gutural, como mal tocada a propósito. No era la primera vez que lo oía, pero ese día era especialmente horroroso. Iban pasando los minutos y el sonido no descendía, las notas iban desde un La ominoso hacia un Sol espantoso. Pareciese que estuviera haciendo una llamada a una manada de elefantes. En algún momento me pareció oírlos, sinceramente. Me empecé a encender y ya no sabía cómo plantear el ir a quejarme al vecino misterioso sin parecer el maldito Grinch. Así que hice lo que hace todo el mundo hoy en día: desahogarme un poco en Twitter.

Se acercaba la hora de cenar y el sonido de la flauta no cesaba. Llegué a pensar que Herodes había tenido a un hijo de un vecino tocándole la flauta a través de las paredes y explotó. No podía más. Decidió cortar de raíz con los niños, aunque pudiera haber empezado por prohibir las flautas que era algo menos sangriento. Cuando me senté en la mesa a cenar la flauta se convirtió en Dolby Sorround. Venía por todas partes. Me había puesto en casa un sistema de sonido envolvente para oír al vecino soplar sin ton ni son tratando de llamar a Cthulhu. Mi coscupiela se reía con mi sufrimiento. «Algún día tendrás un hijo y lo tendrás que sufrir» – me decía. Yo aseguraba que si a mi hijo le da por soplar – porque eso no era tocar – la flauta así, se iba la flauta volando por la ventana ipso facto.

Las once de la noche. Aquello ya tenía que ser una matanza de focas. Sin más remedio. O algún enemigo mío todavía por reconocer. No era un sonido constante, era más bien intermitente. Estoy seguro que en Guántanamo consideraron este tipo de tortura alguna vez. Titanic en flauta tocado mal a propósito tiene que hacerte cantar por soleares. Mi coscupiela sacó el matasuegras para meter más el dedo en la llaga poniendo a prueba mi paciencia, supongo que para ver cómo soportaría eso en un futuro con churumbeles. Me río por no llorar y decido irme a dormir. Si es que puedo.

Y no pude. El sonido se me incrustó en el oído y seguía sonando. La casa estaba toda oscura y en silencio; y a pesar de todo, de forma intermitente, la flauta vuelve a la vida. Miré el reloj y eran las doce y media de la noche. No podía ser. Ningún niño ensaya hasta tan tarde. Y menos sin conseguir un puñetero resultado. Aquello seguía sonando a la nada absoluta. Me levanté para ver si había luz en la casa del vecino. Me acerqué a la ventana, subí las cortinas y entonces lo vi claro. El sonido seguía apareciendo, pero cada vez más nítido. Con el silencio de la casa empecé a encontrarle sentido a tanta sinrazón. Miré bien la ventana y cuando volvió a sonar la flauta del averno me apoyé en el hueco entre el aluminio y la pared. Dejó de sonar. Aparté la mano y volvía a sonar. Puse la mano y paró. La aparté y sonó. La puse y paró. La aparté y… Maldita sea.

No había flauta alguna. El que puso las ventanas de aluminio de este piso estaba borracho cuando lo hizo y el temporal de viento que azotaba las calles barcelonesas estaba tratando de entrar en casa por donde podía. Ese pequeño hueco hacía que la ventana silbara como una flauta mal tocada desquiciando mi salud mental. Las doce y media de la noche y mi coscupiela y yo tratando de poner espuma de poliuretano en las rendijas para hacer parar el ruido infernal. Finalmente aquella noche pude dormir, pero al pobre vecino – sin tener culpa alguna, por una vez y sin que sirva de precedente – le estuvieron pitando los oídos durante días.

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