El atrevimiento de contar un chiste malo
Hay dos formas claras de jugarte la vida: o bien haciendo de hombre pájaro o contando chistes malos. Si sois seguidores del blog desde hace tiempo sabréis de mi afinidad con los chistes malos. Existe una extraña atracción entre un chiste malo y mi cerebro que me obliga a soltarlos en cualquier situación cotidiana. Mis allegados lo sufren en el día a día y deben contener sus instintos asesinos cada vez que suelto alguna barbaridad. Por ejemplo, me llevan de paseo por un pueblo de Lleida que se llama Alcarràs y lo primero que pregunto es que si es el pueblo de la cantante Raffaella… Raffaella Alcarràs. No contento con eso me pongo a cantar «me explota explota mexpló, purrún» (gesto de melena al viento). Así soy yo, viviendo al límite cada segundo.
El chiste en sí es horroroso y es un simple juego de palabras, pero por alguna razón inexplicable a mí me hace reir. Y es que los chistes malos no son graciosos de por sí, la gracia está en tener los santos huevos de decirlos en voz alta. Y los que están alrededor tuyo tienen dos opciones: o reirse contigo – corriendo el riesgo de que te vengas arriba y cuentes más – o machacarte el craneo. Y como una de las dos cosas es ilegal, deciden tirarte por un barranco y que parezca un accidente.
Sí, los chistes malos generan violencia. Mucha violencia. A pesar de que están pensados para relajar tensiones y provocar risas, los chistes malos terminan siendo un foco de violencia bastante importante. Es posible que las primeras guerras de la historia de la humanidad empezaran con alguno de estos chascarrillos que juegan con los topónimos. Hacías una bromilla con el nombre de la tribu Taparrabis y en dos segundos las flechas y las hachas volaban por doquier. Hay gente que se pone muy chunga cuando te metes con el nombre de su pueblo.
¿Por qué os creéis que los talibanes no se ríen? ¿A que no habéis visto nunca a un talibán reirse? Eso es porque no hay cojones a contarle un chiste a un tío con una kalashnikov en la mano. Yo si estuviera en Afganistán estaría todo el día callado. Claro, porque a ti un amigo te puede amenazar con colgarte de un pino porque después de que te diga «di algo» tú le contestas con un «algo». Pero tú vacílale a un talibán que tus últimas palabras serán «era broma joee, ¡que ya sé que no es una falda larga!»
Aún así los chistes malos son la salsa brava del humor. Algo picantona, inesperada y común, pero altamente socorrida en cualquier situación incómoda. Suelta un chiste malo y el aire estará distendido al momento. Violento sí, pero distendido. Los chistes malos sazonan los partidos de fútbol o las cenas de cuñaos más soporíferas. Pon un chiste malo en tu vida. Excepto si los que te rodean van cargados con bates de beisbol…
Aunque sin llegar a tus extremos, yo también soy de chistes malos, que suelo acompañar con cara de «sí, sé que el chiste es muy malo» para no correr el riesgo de que piensen que me creo un genio del humor o algo así. Lo gracioso es que el saber que van a poner cara de «dejémoslo correr» me hace todavía más gracia.
Pero eso sí, yo mis chistes malos los reservo para los más allegados. Por si acaso.
Hay que tener valor para contarlos en público. Lo bueno de contarlos en internet es que es más difícil que intenten soltarte una colleja.