Los músicos en el tren

El sueño de un músico del tren:
Una conga de vagón a vagón

Paso muchas horas en el tren y no sé si eso es sano. Por lo menos para mi salud mental, mi espalda hace tiempo que ha cobrado vida propia y me habla en sueños: «¡Ponte recto! ¡No te apoyes en las ventanas! ¡No dejes que se te duerma el de al lado en el hombro!» Una pesada. Una de las cosas que hacen mucho más difícil mantener la salud mental son los músicos que aparecen de vez en cuando para «amenizar» el viaje con sus gorgoritos guturales. Probablemente, los lectores que se paseen por Barcelona en transporte público reconocerán rápidamente a los cantantes que os comentaré; a los demás espero abrirles un mundo nuevo y un aliciente más para visitar la Ciudad Condal. O no.
Lo que está claro es que los cantantes de los transportes públicos han venido a rellenar un vacío musical que existe en los trenes desde que quitaron el hilo. Hubo una época en la que ponían música clásica en el tren mientras viajabas y se fundía de vez en cuando con los cantantes ¡on live! Pero ahora lo único que hay es música cáustica. Yo no sé en qué momento se convirtieron en hits callejeros las canciones «¿Por qué te vas?» y «Bésame mucho», ¡pero ya va siendo hora de actualizar el repertorio! Eso sí, por la gloria de sus madres, que no se les ocurra actualizarse con Justin Bieber o más que dinero les dejarán chinchetas. 
Las salidas profesionales
del acordeón: las del metro
Eso si alguien deja dinero. A mí me encantan esas señoras mayores que ponen cara de satisfacción al dejarles dinero a los músicos. Les sonríen, les miran de forma condescendiente y les sueltan un céntimo de euro: «Ten, majo, te lo mereces, no te lo gastes en vino». Un céntimo. No le da ni para un Sugus. Aunque a lo mejor el «te lo mereces» es algo irónico porque la mujer hacía rato que roncaba y el artista del tren colocó su altavoz de chorrocientos watts en su oreja, lo saturó poniéndolo al máximo y le pegó un susto tan gordo que la dejó calva. O la dejó sorda y llegó a gustarle el sólo de acordeón, ese instrumento que si lo aprendes a tocar, estás abocado a la calle. O algo así tiene que ser.
Me sorprende bastante los altavoces que llevan estos músicos. Los llevan en un carrito, pero un día de estos vendrán con sus propios roadies que les montarán el escenario en mitad del vagón, con juegos de luces y todo. Y justo cuando lo tengan todo montado vendrá el segurata y les echará. «¡Tanto curro para esto! ¡Estáis acabando con la música! ¡Seguro que os bajáis nuestras canciones piratas!» A algunos músicos del tren se le sube la fama a la cabeza. Incluso algunos, llegan a poner tantas bases musicales de fondo, que un día cantarán en playback. Con un par, un músico callejero cantando en playback.
Pero sin duda lo más fascinante son los cantantes en sí. Hay de todo. Por el metro puedes ver a una señora que toca canciones de clásica al piano y a un Paco de Lucía wannabe que toca la guitarra como si tuviera veinte dedos en las manos. En general es una demostración que en las paradas de metro hay más nivel musical que en los cercanías, ¡pero no siempre es así! Muchas veces me he encontrado, en mis múltiples paseos por los corredores del metro, a una pareja que llamaría la Pimpinela Cumbayá. Un señor con el pelo canoso y con perilla, tocando la guitarra y berreando, mientras su mujer, agarrando el micro con las dos manos en pose monjil también intenta cantar.
Digo esto porque esa pareja es la que ha conseguido generar más risas durante la mañana, a pesar de que la gente está aún con las legañas haciendo puenting desde las pestañas. Ellos intentan transmitir amor cantando canciones religiosas sacadas directamente y en exclusiva de las mejores catequesis del mundo. Pero los pobres provocan sonrojo, vergüenza ajena y risas sordas cuando sueltan la primera nota. Desafinan más que un casting de OT en continuo repeat. Si tuvieran que definirse con un símbolo sería el de una oreja enfrente de otra colgada de una cruz. Por si fuera poco, alguna vez han llevado a la hija engañada que cantaba por lo bajini, pero que gritaba para sus adentros: «¡Oh, señor! ¡Escucha mis plegarias! ¡Haz que al menos acierten una nota! ¡Una sola! ¡Que yo también los aguanto en casa todo el día!» Y por ahí deberían ir encaminados sus rezos. Por el bien de la humanidad.
El nivel del metro lo
marcan los conciertos
En los cercanías sin embargo el nivel suele ser siempre bajísimo. A sumarse a los del acordeón del «Bésame mucho» con reverb: «Bbeebbeebeebeesame muumuchochochooo»; también está el que yo llamo el Bisbal del Este. Estos cantantes, no conformes con cantar canciones que ya de por sí son un atentado contra el buen gusto; deciden que lo mejor que pueden hacer es versionarlas a su manera. Así pues, podemos escuchar la canción «Dos hombres y un destino» de Bustamante, o todos los grandes éxitos de Bisbal, aderezados con gorgoritos de toque árabe. Nunca está la SGAE cuando se la necesita.
En definitiva, los músicos del tren hacen lo que buenamente pueden, que desgraciadamente no es mucho. Una forma de ganarse la vida, eso sí, no muy comprendida cuando el susodicho revienta tímpanos a su paso. De vez en cuando, eso sí, alguno que otro sorprende cantando y afinando y se merece perfectamente el céntimo de la señora generosa. Otros, sin embargo, merecen que les den un billete de 50 euros mientras le dices: «Te lo doy entero si te callas, ¡pero piedad! ¡PIEDAD!» Y te quedas descansado.

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