El carrito de compra del supermercado

Después de una semana en la que he tenido este blog un poco abandonado debido a la fiesta mayor de mi pueblo, vuelvo a las andadas con un tema importantísimo para el devenir de la humanidad, y os hablaré de esos magníficos vehículos que nos hacen la compra más llevadera: los carritos de compra.



Al final del pasillo hay una abuela que recibirá un leñazo

Cuando uno va a comprar muchas cosas, a no ser que se llame Sansón o tenga ocho manos, utiliza un carrito de la compra para ir introduciendo los productos que interesan. Se inventó para facilitar las tareas de la compra al darse cuenta un médico de que todas las personas que compraban demasiados productos en los supermercados sufrían luxaciones de codo; hecho que se juntó con el de que los dueños de los supermercados pensaron: «Leche, si se lo ponemos fácil, compran más cosas de golpe«. Que fue el verdadero detonante.


Anda que hubieran puesto los carritos de compra si la gente comprara lo mismo que sin ellos. Por eso apenas abundan los cestitos pequeños con ruedas. Para qué gastar más en algo que no aporta más dinero, pensarán. Pero ellos nos dicen que piensan y lo hacen todo por la comodidad del consumidor. «En Supermercados Mercaroski velamos por tu bienestar, y por su monedero, ¿nos lo presta un momento? Nosotros sabremos qué hacer con él». Los dueños de los supermercados nos quieren. Nos quieren comprando como posesos.


Pero lo que más me preocupa de los carritos de compra no es si nos obliga a comprar más para llenarlo o si los dueños quieren mi alma; no. Lo que más me preocupa de los carritos es el misterio de la lechuga. Sí, amigos, si podéis poneros música de Cuarto Milenio mejor que mejor. Esto da mucho miedo, me incluyo. ¿Por qué siempre hay una hoja de lechuga en todo carrito de compra que se pueda uno encontrar? ¿Quién las pone ahí? ¿Se levanta un reponedor a primera hora de la mañana y se pone a dar vueltas por el parking colocando trocitos de lechuga? Siempre, siempre, siempre, está ahí. Mirándote. Con ese ligero reborde de color negruzco. Y reclamándote levantando la esquinita pidiéndote por favor que la tires a la basura de una vez, que está harta de sufrir la compra de todo el mundo.


A veces, supongo que por falta de lechugas, una mala cosecha o algo, éstas son substituidas por algún folleto de propaganda incompleto y aceitoso. Supongo que para evitar que los carritos se vean vacíos. O quizá porque a los carritos también les gusta leer, quién sabe. Supongo que por algún tipo de despiste por el estilo los carritos siempre van mal. Las ruedas giran a donde les da la gana, parece que tengan vida propia y griten desde dentro: «¡Estámpame contra la montaña de latas!» Que por cierto, esas montañas de latas sólo están en las películas, y siempre están preparadas para caer, y no sólo eso, siempre están vacías porque no se rompe ni una ni se derrama una gota de lo que hay en su interior. Que alguien pruebe de tirar una pila de latas de Coca-Cola. Verá lo que es una fiesta de la espuma pegajosa.


Dicen las malas lenguas que los carritos de la compra están ladeados expresamente para llevarte hacia las estanterías, para que así compres más al ver lo que tienen expuesto. Podría ser verdad, o podría ser que los carritos son una mierda como un piano de cola, diseñados por un lemur ebrio aficionado al whisky de garrafa. Todo puede ser. Porque por ejemplo los carritos están hechos para llevar cosas grandes dentro. Que no se te ocurra meter cien paquetes de Avecrem que seguro que la mitad se caen por las rendijas. Tampoco es que mucha gente compre cien paquetes de Avecrem a la vez, a no ser que sean yonkis del caldo, pero imaginación al poder, amigos.


Además, los carritos de la compra tienen un espacio para colocar a los niños. Niños de dos años como mucho, que luego hay chavales de siete que se intentan meter, se les quedan las piernas atrancadas y un día en vez de encontrarte una lechuga por la mañana te encuentras una tibia ensangrentada. Y hombre, la lechuga negruzca vale. Pero una tibia ya da grima, eh. Los niños se suben a los carros, los que no sufren amputaciones, y se dedican a pasear viéndolo todo desde arriba. Se dedican, básicamente, a tirar fuera todo lo que la madre mete dentro del carro. En un fantástico juego de «mami se agacha, yo me río, mami lumbago, yo me río, mami cabezazo contra carrito, yo descojono vivo». Los niños, tan majos y tan entrañables, ¿verdad?


Pero los carritos no están a disposición de todo el mundo tal cual. Funcionan a euro. Vale que el euro te lo devuelven, pero has de meter uno en la rendijita o sino no puedes usar el carro. Hay quien se lo toma al pie de la letra y echa el euro y se lo lleva para su casa. «¡Yupi! ¡Un carro por un euro!» Cuando veais a unos señores del extrarradio (o en el programa Callejeros, que para el caso…) con un carro del Mercadona paseando a su crío dentro por el paseo del mar, no penseis que han ido a «Carrolandia, el Paraíso del Carrito» a comprárselo al niño. Les salió por un euro.


Eso sí, al coger uno siempre te encuentras a alguien que sale con el carro y te dice: «Deme el euro, y ya le dejo este carro que ya lo lleva puesto». No os fiéis. Puede que hayan metido un euro falso y os hayan mangado un euro por la cara. Que alguno ya habrá visto filón de negocio con eso. El que no corre, vuela. O conduce un carrito a toda leche escapando del que se ha dado cuenta del timo…



«Me han dicho que mi carrito tuning no pasa la ITV, colega»

1 respuesta

  1. 06/12/2016

    […] Hay una cosa que odio de ir al Mercadona y no es la señora que se cuela en la cola con la excusa de que solo lleva una cosa y tiene prisa. Jubilados con prisa, quizá el misterio más insondable del universo. Lo que decía: no es eso. Lo que más me jode de ir al Mercadona es lo que te está pasando a ti ahora mismo: que no puedes parar de cantar en tu cerebro la maldita cancioncita. Mercadooona, Mercadoooona. En bucle. Y juro que este espacio no está pagado por esa cadena de supermercados. […]

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